Hace sólo unos días estuve con un antiguo compañero de trabajo y al preguntarle por su mujer, una chica de treinta y tantos años operada de cáncer de pecho hace algún tiempo, me contó que justo ahora estaban tramitando la incapacidad laboral y se la han negado porque ha salido el médico diciendo que una de dos: o nunca tuvo cáncer, o ha ocurrido un milagro. Y al decir lo del milagro no es una manera de hablar, sino que quiere decir una curación total, inexplicable científicamente, súbita y definitiva. El médico está convencido de que el cáncer nunca existió.
Eso se lo dicen ahora, después de mucha angustia pasada, de la extirpación de un pecho y de una quimioterapia que la dejaba medio muerta. Y todo ello en medio de un proceso de adopción internacional, que felizmente terminó bien. La noticia era tan reciente que todavía no sabían si alegrarse por saber que está absolutamente sana o tirarse directamente a la yugular de los médicos con las peores intenciones.
Este asunto y muchos otros comportamientos que veo a mi alrededor hace tiempo me hacen reflexionar sobre cómo se va extendiendo una obsesión por la salud que nos tiene permanentemente asustados. Se trata de “curarse en salud” (y nunca mejor dicho), o de “poner el parche antes de que salga el grano”. Los médicos te mandan corriendo al quirófano por cualquier cosa; cada vez hay más cesáreas y menos partos normales; los prospectos de las medicinas nos auguran efectos secundarios terroríficos. Todo esto por si acaso, para librarse de posibles demandas. Nuestro calendario está plagado de fechas señaladas para revisiones y chequeos de esto y lo otro; hemos dejado de comer, de beber, miramos y remiramos las etiquetas y los envases en busca de no se sabe muy bien qué; hacemos caso a rajatabla cuando nos dicen que algún alimento es malo, y varios años después, cuando se descubre que en realidad es buenísimo, volvemos a consumirlo con devoción, aunque sea sin gusto; nos machacamos en un gimnasio con una resignación perfectamente asumida, aunque odiamos ese tipo de ejercicio.
Hemos decidido que cómo vamos a permitirnos estar enfermos, envejecer, deteriorarnos. Pero es una decisión estúpida, pues no depende de nuestra voluntad. El único resultado es que vivimos como ratones asustados, incapaces de disfrutar de la salud cuando todavía la tenemos. En vez de alegrarnos de los avances que nos ofrece la medicina, nos amargamos porque no tenemos suficiente. Nos negamos a asumir la realidad, que vivir no es un juego trucado donde siempre se gana, sino que tiene sus riesgos. Y a cambio de ello vivimos, con mucha salud, eso sí, largos años de privaciones, de cuidado por todo, de obsesiones diversas. Una vida light y descafeinada. Una vida que no es vida.
Cuando a Aquiles se le plantearon las posibilidades de una vida larga y segura, pero tediosa, o una vida corta y heroica, eligió esta última. Nosotros no queremos elegir, somos como niños con una rabieta que no razonan y lo quieren todo. Pero en el fondo no podemos dejar de sentir un poco de envidia por esas personas que han disfrutado de la vida todo lo posible, y cuando hablamos de ellos se nos escapa eso de “que le quiten lo bailado” o expresiones semejantes.