Con lo complicada que ya es la vida de por sí, se supone que en este mundo que hace del diseño una nueva religión, los objetos cotidianos deberían estar pensados para ser utilizados fácilmente. Nada más lejos de la realidad. Estamos rodeados de objetos mal diseñados que nos hacen la vida imposible. Continuamente parece que el entorno se rebela contra nosotros, complicándonos las acciones más sencillas y normales.
Unas cuatro o cinco veces al año tengo que ir a un banco que no es el mío habitual a hacer un ingreso. Bueno, pues la puerta de entrada parece pensada para desanimar a cualquiera que quiera utilizarla. Al mismo tiempo que aprietas un botón rojo debes ¿empujar o tirar de la puerta? Ahí está el misterio. Nada indica cuál de las dos cosas debes hacer. En los meses que transcurren entre una y otra visita, siempre se me olvida qué debo hacer. El resultado es que siempre quedo como una idiota, probando las dos posibilidades, pues una regla que se cumple indefectiblemente es que sólo acertaré a la segunda. Por supuesto, ni se han planteado poner el sencillo rotulito de “empujar” o “tirar”. El diseño de muchas puertas parece pensado para hacernos pensar lo contrario de lo que en realidad hay que hacer. Cuando la forma del tirador o su colocación nos sugiera que hay que empujar, lo más seguro es que haya que tirar.
Por no hablar de esas otras puertas que requieren hacer mucha más fuerza de la que sería necesaria, ya que el tirador está colocado en un sitio que hace que tengamos que emplearnos a fondo. Cualquier estudiante de secundaria conoce la física necesaria para ahorrar ese esfuerzo, pero parece que muchos diseñadores la ignoran.
También he visto esas cadenitas de seguridad colocadas en las puertas de tal manera que si la pones es imposible mirar por el resquicio que queda abierto, ya que no hay sitio entre la puerta y la pared para que coloques la cabeza, a menos que tengas a mano un periscopio para ver quién está al otro lado de la puerta. Sólo te queda la solución, como en aquel cuento infantil, de decir “asoma la patita por la puerta”.
Y ¿qué me decís de esos grifos imposibles de abrir o cerrar con las manos enjabonadas? Todavía a estas alturas se siguen colocando en muchos lugares. ¿O esas tazas de café con el asa tan pequeñita que tienes que tener el dedo pegado a la taza y te lo abrasas? ¿Y esas jarras con piquera que consiguen que todo el líquido vaya por todos lados menos por donde tiene que ir?
Durante muchos años he tenido problemas con los auriculares pequeñitos que se introducen en la oreja. No puedo imaginar nada menos anatómico que esos pirindolos que me hacían polvo la oreja. Cuando veía a tanta gente que los usaba sin problemas pensaba que mi oreja debía ser de un modelo ya retirado del mercado. Menos mal que apareció ese modelo que va colgado por fuera, con el que he podido volver a oir música con toda comodidad.
Ahora que llevamos esta vida en la que el tiempo es oro, una visita al supermercado puede llevarnos el doble tiempo del necesario: dos productos distintos (champú y acondicionador, por ejemplo) envasados en envases idénticos, donde la única pista de lo que contiene es un diminuto rotulito cuya lectura no está al alcance de todo el mundo, sobre todo a cierta edad en que la vista empieza a fallar. O bolsas de plástico que no resistirán el peso de lo que pueden contener, a no ser que las llenemos de plumas, algo no muy habitual en un supermercado, por cierto. Podemos seguir citando ejemplos hasta el aburrimiento:
Impresos destinados a personas de edad, con una letra tan pequeña que lo normal es que tengan que pedir ayuda para cumplimentarlos, o indicaciones de uso tapadas con sellos o etiquetas adhesivas. El coche tiene un lugar donde dejar una lata de bebida o una botella. ¡Qué cómodo! Pero cuando vas tan contento tomando tu Coca-cola, te das cuenta de que el acceso a la radio queda bloqueado por la lata. Solución: pasamos del “si bebes no conduzcas” al “si bebes no escuches la radio”.
And the winner is… (seguido muy de cerca por el tema “puertas”) el maravilloso invento de los “abre fácil”. Cada uno de ellos es un misterio insondable del universo. Aparte de que lo normal es que te cargues el supuesto “abre fácil” sin haber conseguido más que poner más difícil todavía la tarea de abrir el envase o lata. Y todo eso aunque tengamos a nuestra disposición un surtido de abrelatas que más bien parecen instrumentos de tortura, la mayor parte de ellos inútiles por completo.
No puedo terminar sin hacer una mención especial a un caso que más bien parece una broma de mal gusto. Se trata de un rótulo indicador, con letras de molde muy grandes y claritas. Y debajo aparece la misma frase, pero en braille. Hasta ahí, bien. Pero ocurre que los signos braille, al igual que la frase colocada encima, están ¡¡¡impresos!!! y no en relieve, por lo que todo el esfuerzo resulta completamente inútil. Me pregunto quién será el “cráneo privilegiado” que hizo el cartel. Que le den ya un premio Nóbel, por favor.
En fín, que todo se confabula para hacernos parecer estúpidos, o bien para convertirnos en candidatos a una visita a urgencias.